jueves, 23 de septiembre de 2010

Desvaríos trasnocheros sin nombre IV

De la nada, de pronto sentí a mi corazón latir tan débilmente, tan cercano a la penetrable superficie de mi pecho. Esos tímidos palpitos, esas frágiles pulsaciones, siendo la fuente de toda mi fuerza y vigor.
Mi calavera, por debajo de mi piel, me resultó tan tensa, tan propensa a astillarse, a quebrarse. Cada vez que me dolía la cabeza, me daba miedo pensar en lo que podría estar pasando ahí. Mi cerebro, que como mi corazón, se irriga, late, con bloquear uno de sus conductos bastaría para detener toda su actividad. Y toda la mía, hasta el extremo más lejano en la punta del último dedo del pie.
Supe que cada bocanada de aire podía ser la última. El precioso aire, tan necesario, pudiendo hacer ingresar tan sencillamente intrusos a mi organismo. Fuente de vida y potencial veneno. Mis pulmones podrían de la nada decidir cerrársele a él, decidir perder su flexibilidad, no expandirse más.
Y las venas, ¡las venas!, tan sutilmente exhibiéndose a través de mi piel. Peligrosamente entregándose. Delatando mi flujo de vida. Invitando a ser intervenido…

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