Desvaríos trasnocheros sin nombre II

Qué divertido, qué divertido cuando estuve con ellos. Todas esas charlas, esas risas. Esas sonrisas tan cálidas. Con cada diente nuevo que dejan entrever más crece mi aprecio. Y más crece mi necesidad; quiero ver más, quiero llegar a ver esa garganta, esa campanilla. Pero después tengo la grata sorpresa de descubrir que también me deleito viendo ese entrecejo fruncido, esa mueca en la boca, esa lágrima rodar. Me encanta ver como voluntariamente se prestan a pasarla mal. Más afecto, a cada instante más y más. Y ahora, una mala noticia, y yo voy corriendo a comentar. Y ahora, un buen anuncio, y voy corriendo a dispersar. Siempre de buen grado, esperándome de brazos abiertos. Me gusta depender de ellos. Porque mi carcajada es la suya, mi grito desconsolado lo es también. Esta carga se siente tan liviana de saber, que esos pares de manos están atentos de atajar en cuanto atine a caer. Pero entonces ¡ups! una mano se desconcentró. Y ¡ups! ya es un par el que falló. Y de nuevo corro buscando expresar. Pero un cartel de ‘vuelvo enseguida’ me encuentro en lugar. Refunfuño y maldigo, pero me siento a esperar. Y pienso ‘serán minutos, serán horas, serán días los que tendré que aguantar?’. Un suspiro pudo ser, pero yo empecé a echar raíces en ese lugar. Me consumen mis deseos, tanto que ya no puedo descifrar si es que volvieron y no lo pude notar. Ellos son los mismos, pero algo ya no es igual. Es el desmesurado apego lo que al resentimiento le dio nacimiento. No me gusta depender de ellos. Y yo me quedo ahí, clavada en ese lugar. Sabiendo que están a la espera de cualquier necesidad. Pero sin saber que yo con ellos ya no pretendo contar.