Estas van a ser las más breves en mi haber. Entre los finales que terminaron el veinte y pico de diciembre y vuelven a arrancar a mitad de febrero, entre los viajes con la familia, entre los planes de tomar cursos y aprender cosas antes de que vuelva a empezar la cursada, se me van yendo los días como gotas de agua. Esta noche fue una de las pocas que dormí profundo y de corrido, y me desperté a la mañana y lo primero que pensé fue “¿Ya empezó otro día?”.
Por otro lado, es lindo estar ocupado, tener tantas cosas para hacer –cosas lindas, que te dan placer- que no das abasto. Era solo el verano pasado que tuve casi cuatro meses de vacaciones y del embole me dedicaba solo a mirar los días pasar. Muy feo. Por alguna razón, inercia debe ser, cuanto menos hacés menos querés hacer, y cuanto más hacés más apuro tenés por hacer la siguiente cosa. Pero bueno, uno siempre se queja de igual manera por la falta o el exceso de tiempo.
En cualquiera de los dos casos, desde que uno crece, ya no puede disfrutar como antes del período previo a las fiestas. Por lo menos eso me pasa a mí.
Recuerdo cuando estaba en la primaria: los últimos días de clases, con el calorcito y el solcito radiante ya desde la mañana, estábamos todos re al pedo en el aula y nos la pasábamos jugando a las cartas, charlando con la profesora, o en recreos eternos dando vueltas por el patio. Después llegabas a tu casa y tenías todo el día para vos, no te pedían nada tus viejos ni tenías trámites o pendientes para hacer, así que te veías con algún amigo, jugabas en la pc –o, en mi caso, la play- o mirabas tele hasta cualquier hora. Con suerte capaz tus papás estaban de humor para salir la familia a pasear.
Normalmente tenías como un mes hasta navidad, y uno veía las lucecitas y los adornos, los especiales de navidad en la tele, pensabas en los regalos que querías que te dieran, y las expectativas hacían esa previa muy alegre y llena de ansias. No importaba con quién o en dónde elegían tus papás pasar las fiestas, nadie te caía mal ni tenías que volver para irte a algún otro lugar, solo te importaba si habría otros nenes de tu edad. Tampoco tenías una mínima noción de la hora, lo cual hacía esas noches atemporales y mágicas. (Porque a uno de pibe no le explican nada, no te cuentan los planes, así que no sabías qué iba a pasar, incluso si era lo que hacías todos los años.) La única excepción era cuando terminabas de comer y te decían que eran las once y X minutos y estaba por venir papá noel, o que iban a empezar los fuegos artificiales. Ahh, los fuegos artificiales, ese momento único en que nadie habla, todos se quedan juntos mirando para el mismo lado, pensando solo lo que cada uno sabe, pero que seguramente a todos por igual nos hace dar ganas, por alguna razón, de tener a las personas que más querés al lado tuyo en ese mismo momento…
Después abrías los regalos y te ponías a jugar otro poco hasta que tus viejos te dijeran que se iban. Instantáneamente llegabas a tu casa y tenías sueño, así que dormías tranquilamente hasta el día siguiente, que irías a la casa de algún familiar con buen patio y, de ser posible, pileta a pasar el día. Y así otra vez en año nuevo.
De chico tampoco te importaba cuándo, por cuánto y a dónde te ibas de vacaciones. No siempre era igual de divertido, pero éramos como medio inmunes a pasarla mal, siempre te hacías algún amigo en la playa o les rompías los quinotos a tus viejos y te las arreglabas para entretenerte. No había agenda, no había fechas, no había deberes, no había cansancio, no había angustia, no había preocupaciones, no había pretensiones. Tampoco había mucho libre albedrío, obviamente, pero es más fácil “hacer lo que podés con lo que tenés” cuando tenés poco, no?Ahora, ya sea muy corto o muy largo, la previa a las fiestas no es alegremente ansiosa como antes. Es molesta por los preparativos, indecisa por los regalos, preocupante por los gastos, agotadora por las corridas. Las fiestas son un día más de tu vida, que además tratás de que sea lo más breve posible porque estás cansado, no te bancás a algún/os de los que están ahí, querés estar en otro lado, es un quilombo organizar algo, o simplemente sos un depresivo y el balance de fin de año te lleva instintivamente a lo malo, te parecen hipócritas las fiestas, te parece frívolamente comercial la navidad, te da epilepsia la intermitencia de las lucecitas de colores. Demasiadas complicaciones.
Yo siempre digo, el espíritu navideño era el de antes. Y no digo por tener la necesidad de decorar tu casa hasta provocar una bajada de tensión, gastarte el sueldo anual en tres cohetes o andar con una sonrisa pensando en un viejo atérmico vestido de rojo. Se perdió la ilusión del festejo, se volvió un trámite. Antes me maravillaba saber que así como estaba yo contando “3…2…1… Feliz año nuevo!!!” estaban también en la otra punta del mundo; ahora mientras brindo, por mí mi vecino puede estar leyendo el diario y hablando de las acciones de la bolsa.
Quiero que todos quieran festejar las fiestas masivamente, tienen todo el resto del año para cortarse ermitañamente, que saluden a desconocidos en la calle, que hablen de corazón y se abran a los demás, que agradezcan lo bueno de las personas que tienen alrededor, por más de que caigan mejor o peor, que por lo menos, están ahí con vos. La mayoría siempre posterga las reuniones, la palabra de aprecio, los buenos actos. Es un hecho que el mundo es individualista y egoísta, como dije una vez. Pero si tenés corazón y lo que te hace aislarte son los tiempos acelerados de hoy, aprovecha las fiestas para ser lo cariñoso y alegre que no pudiste durante el año.
¡Que la navidad y el año nuevo vuelvan a ser días atípicos!